Rita Simoni, Buenos Aires, 1961.
Sintetiza en su obra la experiencia espacial como arquitecta con una formación integral de artes visuales.
Ha participado en convocatorias de Artes Visuales como el Premio Itaú, Salón Nacional, Manuel Belgrano, y Bahía Blanca. Durante el 2020 creó “Residencia en Residencias”.
Realizó exposiciones individuales, urbanas y colectivas en lugares destacados: Palacio Pereda en Embajada del Brasil, Obrador Centro Creativo, Centro Cultural de la Cooperación, Espacio Familiares, Una Obra Un Artista, Centro Cultural San Martín, galería Praxis, Casa Matienzo, Inmueble próximo a demoler, Terreno baldío en la ex AU3, Fundación Lebensohn, Casa E en Bogotá, Centro Cultural Recoleta; Centro Cultural Matienzo, Foro Gandhi, La Caverna de Rosario, Centro Cultural Borges, Galería Arte x Arte, Secretaría de Cultura de San Martín de los Andes, Espacio Ecléctico, Centro Cultural Babilonia, y Alianza Francesa de Buenos Aires.
Vive y trabaja en la ciudad de Buenos Aires.
Tres Segundos (Huellas - 03/2023)
Desde la masa inmensa de agua de los arroyos del Delta del Paraná, cuento la experiencia de inmersión y todo el abanico de asociaciones que me despertó. El mismo Paraná, pariente del mar, que nace allá en la mata del Brasil, trae la selva y sus sedimentos a estas islas. Siento el agua en toda su extensión, y en mi cuerpo se concentran todos sus rumores. Como el mismo delta, la emoción primera se despliega en un universo de recuerdos atemporales.
Tres Segundos
Sentada al borde de la lancha, desde la popa, me dejé deslizar hacia el agua marrón del ancho arroyo cercano al Paraná de las Palmas. Fui la última, todos ya estaban en el río. La ola de calor arreciaba como nunca antes, y la lluvia sigue siendo esquiva. Ver tanta agua fluyendo intercomunicada, ensanchó mi ánimo.
Siempre que entro al agua en alguna pileta, mar o río, lo hago lentamente, muy de apoco, para ir tanteando la temperatura y la reacción de mi cuerpo. Esta vez no era posible, había que arrojarse en un solo movimiento: así fue que me dejé caer, intentando hundirme lo menos posible.
Fueron unos pocos segundos, quizás tres; el tiempo se expandió de manera indeterminada, y se abrió mi percepción en un abanico de sensaciones. Primero fue el contacto de mi piel con la masa de agua: no estaba helada, sino agradablemente refrescante. De inmediato estaba hundiéndome más de lo esperado, en un lapso que pareció interminable, mis ojos cerrados y los oídos retumbando el eco sordo y burbujeante, en esa lentitud de cámara lenta que se impuso al estar sumergida.
Tres segundos que se unieron en mi memoria a tantas otras experiencias acuáticas en mi –ya larga- vida. Las primeras clases de natación a mis diez años: ya nadaba, pero me daba miedo tirarme desde el trampolín bajo. Parada yo en la punta como una estaca, la instructora se acercó por detrás dándome un empujoncito mientras me aguardaban otras dos asistentes: naturalmente salí nadando y curé mi miedo gracias al bautismo. Luego, en la secundaria y ya inscriptas en un club con mi compañera de banco, fuimos a la pileta cubierta donde Pablo el bañero, un hombre fibroso, de piel curtida y pancita de sesenta años, que había sido campeón de cruce a nado del Rio de la Plata, nos tomó de aprendices y nos enseñó todos los estilos: crawl, pecho, espalda, delfín, vuelta americana, a tirarnos de cabeza. Cuando comencé la facultad y también a usar lentes de contacto, dejé la natación. Desde esa edad, mis incursiones acuáticas fueron esporádicas y medidas.
Mi signo y ascendente son de agua. El agua aparece infinidad de veces en mis sueños. El último que recuerdo, hará un par de años, justamente me ubicaba en un lugar hipotético del delta, nadando como una delfina de aquí para allá en unos anchos y apacibles arroyos rodeados de verde. Otros sueños han sido entre bordes urbanos y el río, (el Rio de la Plata), recorriendo zonas imaginarias que se inundaban, terrenos fangosos y rodeados de escombros por donde caminaba. Recuerdo el sueño donde iba en un ómnibus por una surreal costanera atravesando caseríos extraños a un lado, hasta que se internaba entre islas marginales hacia puentes rodeados de olas gigantes, majestuosas, y sorprendentemente azules.
Agua y angustia se relacionaron cuando vivía sola en un departamento interno, justo en la época en que mi madre enfermó (“Bordes y desbordes, el desmoronamiento de los acantilados del alma”, escribí). Mi madre, que de pequeña casi se ahogó en una laguna, allá en el Chaco. Historias de inmigrantes y precariedades, vulnerabilidades y resiliencia. En esa época y creo que por largos años, padecí de llanto fácil, demasiada agua interna para contener. Me llevó algunas décadas poder construir estos bordes tan necesarios.
Luego de ese lapso indeterminado, por fin, el efecto rebote por el peso del agua me impulsó hacia la tranquilidad de emerger a la superficie, al aire, a respirar con la cabeza afuera, con una leve molestia por haber tragado involuntariamente algo de agua pero el alivio de estar en el mundo. Todos me miraron, recibí algún comentario irónico del dueño de la lancha por el modo original en que me había dejado caer al agua.
Pasar del medio acuático donde los sonidos internos retumban y la visión es negada, donde el tiempo se estira, hasta que irrumpe la violencia de la contracción para emerger al mundo del aire y los pies sobre la tierra... ¿Serán, acaso, estos tres segundos un nuevo renacer?
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