Maria Centeno

María Centeno

Santander 1985. Estudió Bellas Artes en la Universidad del País Vasco (Especialidad Artes Gráficas).

Miembro fundador de ACAV, colabora además como artista en el Atelier Art Center de la empresa Bathco.

Desde el año 2017 como actividad paralela a sus proyectos personales, trabaja como dúo con el artista visual Emeric Minaya, generando obras y trabajos conjuntos cuyo denominador común es la unión del empleo de técnicas tradicionales con la aplicación de nuevas tecnologías.

Ha expuesto sus trabajos en exposiciones individuales y colectivas y en ferias a nivel nacional e internacional entre las que destacan ArteSantander, FIG Bilbao, ó Art Basel Miami.

Sus trabajos y diseños han viajado a Bolonia, México, Miami, Dublín, China o Dubái. Ha logrado diversos premios y distinciones entre los que destaca el premio internacional Platinum A Design Award por su obra en el proyecto de arte público Santander World.

Todo cuanto queda (El Camino - 03/2024)


Conozco algunos nombres, no los que nombraron a estos. Conozco a mis abuelos. No recuerdo sus voces. A veces sí, solo un eco. Si tengo presente el olor de mi abuelo materno, sus silencios. Sus lágrimas cuando escuchaba música que siempre me impresionaban y ahora entiendo.

No conozco a mis abuelas. Una de ellas ya no estaba cuando yo nací. Su sombra es alargada. Sus errores también. Su amor aún más todavía. Ojos azules que no puedo ver, piel blanca que no puedo abrazar. Jo-se-fi-na. Suena delgada, liviana y pálida como una mañana de marzo. Como el día que murió, como el día que nací.

Rosa, es el nombre de la otra. Rosa que pincha al tacto. Ha cumplido noventa años. Me parezco mucho a ella. Casi dos gotas de agua. Es una desconocida. Yo era la única nieta que la llamaba por su nombre; por imitación, dejé de hacerlo. A veces hablamos. Poco tiempo. Más es contraproducente. Más, quizá fuera una reparación. No lo sé. Creo que no quiero saberlo. La visito poco. Creo que no sabe querer. Nos parecemos. Es posible que yo tampoco sepa. Las rosas tienen espinas para que no las hagan daño y no sirve de nada.

Mi abuelo materno tenía un prado que alberga robles y hayas. Nunca lo visito. Me entristece pisarlo. Cuando era niña allí había vacas; él lo segaba con el dalle. Shisssssss, shaaaas, shiiiiiis, shaaaaaas. Mucho esfuerzo, infinitos días. Recuerdo el olor de la hierba cortada. Apenas hablaba, tan solo me decía; ¡Cuidado chatina! ¡Aléjate del dalle! Con el sonido de la guadaña de fondo, yo llenaba el tiempo acumulando margaritas. Las colocaba en el pelo. Quería que terminara pronto de segar, para recorrer el largo camino a casa triunfante, sentada en lo más alto del carro, con la melodía de los cascos del caballo contra el pavimento. Amaba esa sensación. Me apena también recordarlo. En el trayecto solo se oía el clac, clac hueco del animal. No había palabras. Quizá algunas, pero pueden ser soñadas. A mi abuelo lo llamaba Bi. Su nombre era Pedro. Pe-dro, Pe-trus, Pie-dra. Era un hombre fuerte y sin embargo resignado, de lejanas costumbres. No tenía ningún apego a las cosas materiales. Sufrió amargamente. Sé que me quería. De él conservo escenas sin voz, casi todas ellas relucientes. Como los informes haces de luz que tintinean en las pupilas al cerrar los párpados. Brillantes, fugaces, inabarcables. Ahora le regalo siemprevivas. Porque no marchitan. Son blancas, rosas, violetas. Porque como los recuerdos, no se agostan.

No he vuelto al prado. No vale nada. Lo significa todo. Me gustaría sembrar flores en él. Las flores no valen nada. Lo significan todo.

 

Mi abuelo paterno era carpintero, como su padre, como el mío. Tenía el pelo rizado. Sonreía a veces y siempre me daba un beso al verme. Olía a madera. Le gustaban los dulces. Construía jaulas para atrapar jilgueros. Construía jaulas, como su casa. Atrapaba jilgueros, como a los suyos. A veces me regalaba alguno de aquellos pajarillos. No cantaban. Estaban tristes. Desde que él murió, ya no hay nadie que fabrique esas jaulas. Pero se continúan construyendo de las otras, de las de cimientos de gritos y odios. En verano nos compraba helados a mis primos y a mí. No le gustaba que nadie lo molestara cuando cenaba, podía enfadarse. Para mí solo era un hombre menudo, que sonreía, y que guardaba fotografías antiguas. Mi abuelo se llamaba José. Nadie lo llamaba por su nombre.

En la casa de mis abuelos paternos hay muchas piedras. Casa de piedra, muros de piedra. Si remueves levemente la tierra aparecen quebradas, con multitud de aristas. Siempre están frías. Su humedad cala los huesos y la voluntad.

Cerca de la casa donde nació mi abuelo materno, hay un río. Ahí las piedras son redondeadas, suaves. El tiempo las ha herido. El tiempo las ha pulido. Carecen de filos, son hondas, pesadas y mudas.

Mi hogar irremediablemente está construido de esas piedras, y también de vacío. Vivo ahí dentro, de pie, quieta, intangible; reflejada en sus cristales con un ramito de siemprevivas en la mano izquierda.

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Este proyecto no pretende abandonar la esencia del trabajo anterior (23 Minutos); sino más bien continuar con la idea de soliloquio en voz alta. Sin embargo, si busca alcanzar otro tipo de materialización, en esta ocasión a través del volumen y el propio significado de los materiales.

Se trata de un ejercicio propio de ahondar en sentimientos y reflexiones en torno a la idea de ausencia de la figura del abuelo; que contradictoriamente, puebla irremediablemente todo lo cotidiano. Esta premisa, viene a reforzar uno de los temas recurrentes en la obra de la artista: el ser humano como ente que modela y a su vez es modelado por agentes externos.

A través de la escritura, la artista lleva a cabo un ejercicio en lo que se denomina: flujo de conciencia. Las palabras son los cimientos que sustentan la obra. La experiencia propia, es el oxígeno que insufla la narración, lo que conlleva a diversas dificultades; principalmente la gestión de sensaciones y sentimientos provocados por el recuerdo, tanto de escenas lúcidas y positivas, como de silencios abstractos e hirientes. Es este pues, un ejercicio que requiere una gran predisposición psíquica que soporte el torrente emocional. Predisposición también para navegar, atesorar y alzar.

De todo este proceso nace una obra de carácter conceptual que emplea la técnica del assemblage. En la que los materiales contienen todo el poder significativo de las palabras. La dificultad de la obra radica en cómo la artista parte de un gran bloque del que tiene que despojar cada elemento insustancial para seleccionar lo único, concreto e imprescindible.

Así la obra se compone de tres planchas de metacrilato apoyadas a la pared y sustentadas únicamente con piedra. La ausencia de color, la sensación de liviandad y fragilidad del material empleado, contrastan con la piedra que ancla la obra al suelo y su disposición en el espacio a modo de lápidas intangibles.


“… una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja,

una puerta. Y de todos los rostros olvidados.

Desnudos y solos llegamos al exilio. En su oscuro vientre no conocíamos

el rostro de nuestra madre; de la prisión de su carne hemos llegado

a la prisión atroz e inefable de este mundo.

¿Quién de nosotros ha conocido a su hermano? ¿Quién de nosotros

ha mirado en el corazón de su padre? ¿Quién de nosotros no sigue estando

eternamente prisionero? ¿Quién de nosotros no es eternamente un extraño

que está solo?

¡Ay, qué desperdicio de pérdidas, en los calurosos laberintos, perdidos,

entre relucientes estrellas en esta ceniza tan apagada y tediosa,

perdidos! Recordando sin habla buscamos el gran lenguaje olvidado,

el camino perdido al cielo, una piedra, una hoja, una puerta ignota.

¿Dónde? ¿Cuándo?

Perdido, y por el viento llorado, vuelve, espíritu”.

 

“La mirada del ángel” de Thomas Wolfe

23 Minutos  (Huellas - 03/2021)


23 Minutos es una obra en forma de Libro de Artista gestado en un periodo de cinco semanas.

Tomando como punto de partida la adaptación al medio del ser humano y la nueva realidad en la que se ve atrapada, la artista crea una serie de breves textos, nacidos necesariamente de la experiencia, acompañados de secuencias de imágenes y algunas hojas y flores recolectadas por ella misma a modo de pequeño herbario. Los elementos que acompañan las imágenes tienen un hondo significado presentándose en perfecto orden de recorrido y experiencia.

Obligada a un aislamiento auto-impuesto para evitar el posible contagio por el virus que ha sumido en el caos al mundo, la artista mantiene a diario un breve espacio de tiempo en contacto con el exterior. Tan solo 23 minutos de trayecto desde su casa hasta su lugar de trabajo. Espacio que transita y que resulta suficiente para ver amanecer, viendo un pequeño trozo de paisaje urbano sin presencia humana que cambia de la noche al día.

Este libro de artista recoge en forma de texto los pensamientos que recurren a la mente de la artista en su trayecto en completa soledad. Diecisiete imágenes en blanco y negro tomadas mediante cámara instantánea ilustran sus palabras, de forma improvisada y a veces informe, formando sin embargo junto a los distintos vegetales una secuencia ordenada de ensayos y pensamientos.

La artista recurre de nuevo a un rasgo típico en su obra: el trabajo secuenciado. La obra se inspira en el concepto de los tardíos trabajos de Monet, la literatura de Walt Whitman o la poética de los trabajos de Emily Dickinson en quién de algún modo se siente reflejada.

Este libro de artista, impregnado de un profundo sentimiento de melancolía, supone una manera de dolor permitido. Un ejercicio en el que la artista huye de la impermeabilidad a los sentimientos.

Al fin y al cabo la obra resulta un diario de aprendizaje en insondable soledad. 

23 MINUTOS (Texto completo)

 

LA NOCHE

Hace un año ya que mi único contacto con el exterior se resume en el corto trayecto que realizo a pie cada mañana hasta llegar a mi lugar de trabajo.

Tan solo 23 minutos que recorro bajo la evanescente luz de unas pocas farolas, mientras realizo un ejercicio de introspección cual castigo.

El silencio y la oscuridad me han enseñado a ver el anodino paisaje con nuevos sentidos. Sentidos antes aturdidos por el ruido del tráfico o el estrés del mañana. “El futuro no existe” me lo repito cada día, mientras casi a oscuras veo como la naturaleza rompe las baldosas, abriéndose paso con la fuerza atroz del deseo de pervivir bajo cualquier circunstancia.

He aprendido a interpretar en el olor del aire, el tiempo de lluvia o los decrépitos días de sur que saben a hojas secas y tienen tacto de piel de elefante, esos odiosos días de mil surcos secos que atolondran la mente.

Cada diez baldosas pisadas, me acuerdo de las letras de Dickinson, de su pequeño mundo, de sus años de voluntaria reclusión y de su insondable mundo que cada vez se parece más al mío.

Esos 23 minutos de noche me asfixian en profundos pensamientos que me van apartando de la cotidianeidad para sumergirme en un abismo desconocido y sin embargo a veces placentero.

Mientras soslayo a los caracoles que arrastran su peso, pienso en las personas que me hirieron y me sorprendo al hacerlo sin odio ni pesar, porque descubrí que hace tiempo fueron perdonados, casi sin querer… Otras veces pienso en las manos de mi madre cuando yo era niña, en sus grandes, siempre cálidas y suaves manos que me guiaban y sostenían allá donde fuera. Ese dulce pensamiento, pronto se torna en un profundo azul oscuro casi negro, cuando me percato que aquellas manos ahora son más pequeñas, que el tiempo y el trabajo las han hecho ásperas y débiles. Entonces imagino las pobres manos de mi madre y me siento profundamente miserable. Solo puedo pensar que como dice aquel libro que no quise terminar… nunca seré como la quiero.

El aire va secando las lágrimas que atraviesan los canales naturales de mi rostro, venciendo las capas de fieltro, para desembocar cual viva sal en mis agrietados labios. Continúo caminando, no puedo perderme, no puedo llegar tarde.

Ralentizo el ritmo cuando me voy acercando a ese edificio que siempre evito mirar, y que alberga muertos desconocidos. A Dios ruego que acoja sus almas, si es que existe, si es que tuvieron alma.

Cerca aparecen tres perros que tras la alta verja me siguen con su mirada, y me acompañan en la impuesta distancia, cerca comienzan a verse los cerezos en flor. Alegran mis ojos sus gentiles flores, y con una pequeña sonrisa que nadie puede ver (aún con el sabor de las lágrimas) me digo a mi misma que Whitman tenía razón: La naturaleza es milagro suficiente, como hacer dudar a seis trillones de infieles.

La naturaleza y su influjo. Abrirse paso, pese a todo… El viento se asemeja a veces a la voz de un niño, y las nubes encapotan el cielo como gigantes panzas preñadas.

Un último pensamiento brota mientras me acerco a la fábrica. Un hijo. La idea del hijo, de ser madre.

¿Yo podía haber sido una buena madre? Es posible. Me hubiera gustado enseñar a mi hijo a utilizar los cubiertos en su correcto orden. Me hubiera complacido mostrarle que alguien pequeño puede proyectar una gran sombra. Le hubiera enseñado a no arrastrar las sillas. Me hubiera gustado inventar historias junto a él, enseñarle el nombre de los árboles. Enseñarle a que para aprender a escribir hay que leer, a que a pensar se aprende sintiendo… que el Arte es lo único que nos hace humanos. Pero no. No puede ser. Soy yerma. Yo soy como el agua. Soy el agua en todos sus estados y todos en un mismo día. Un niño necesita aguas mansas para aprender a nadar y brazos fuertes que lo sostengan si se siente exhausto.

23 minutos, ya estoy ante la fábrica. Vuelvo desde lo insondable.


EL DÍA

El tercer banco es el lugar mismo de la conciencia. Enfrenta la carretera, que toca su displicente canción. Delante, un insípido edificio comercial. A la derecha la fábrica y a la izquierda el hogar. Detrás, una nave donde viven perros que reaccionan con empatía al olor de la tristeza. Más allá una arquitectura fingidamente iluminada, coronada por un ortopédico letrero que alberga muertos desconocidos, por los que rezo cada amanecer.

A mediodía, ya no están los caracoles que pasean su peso por los adoquines. En el banco aparecen ahora lagartijas, que con las vibraciones corren a resguardarse como yo huyo del aliento infecto del mundo. Me siento y ahogada por la presión del fieltro, realizo un ejercicio de perfecta humanidad: lloro, miro hacia dentro y sorprendida encuentro que entre la segunda y tercera costilla albergo un zafiro llamado Esperanza.


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